Los servicios secretos de Albania controlaron la vida de los habitantes del país balcánico
En la Casa de las Hojas se inaugura el primer museo de las escuchas
Nesti Vako acababa de terminar el servicio militar. La carta del Ministerio del Interior en la que se le exigía que hiciera las maletas y se mudara a
Tirana llegó a su casa en Pogradec, una pequeña ciudad del sureste de Albania.
Nesti Vakoobedeció. En 1969, el país balcánico vivía bajo el régimen comunista más aislado de todos los del telón de acero. El encargo que Interior encomendó a este ingeniero, que tenía 25 años y pinta de
playboy –como se complace subrayar ahora–, era algo especial. En Pogradec trabajaba en una empresa municipal que reparaba aparatos electrónicos y, durante su paso por el ejército, se distinguió por su habilidad en las telecomunicaciones. Por eso lo asignaron a la Casa de las Hojas.
Muchas cosas han cambiado en Albania desde que una multitud abatió la estatua del
dictador Enver Hoxha en la plaza Skanderbeg de Tirana en 1991 y, junto con los coches –anteriormente prohibidos, como todo tipo de propiedad privada–, llegaron un capitalismo salvaje, una democracia claudicante y la posibilidad de establecer la residencia en cualquier lugar del país. El rostro de la capital tampoco es el mismo que encontró Vako al llegar. En la planta baja de los edificios en los que con frecuencia faltan los acabados más comunes, como la pintura o los postigos de las ventanas, no es raro encontrar una
boutique de moda de cualquiera de las grandes marcas globales. Blloku, el antiguo barrio residencial para los altos cargos del partido comunista, al que el resto de la población tenía prohibido el acceso, luce ahora repleto de restaurantes y bares de copas, pero nadie se extraña si se producen apagones de luz.
En el último cuarto de siglo, Tirana ha pasado de los 300.000 habitantes que tenía en la última etapa del régimen a los 800.000 actuales. Pese a los rascacielos, torres y nuevas barriadas que han surgido de forma muchas veces ilegal, en la capital quedan vestigios de la dictadura. Basta pasear por la gran avenida del centro para tropezar con la pirámide, edificada por la hija de Hoxha para hacer de ella el mausoleo del tirano, cerrada, abandonada y deteriorada, mientras los jardineros siguen cuidando de las plantas a su alrededor. La Casa de las Hojas forma parte también de las reliquias del pasado. Bajo esa denominación digna de un cuento de hadas, este palacete de dos plantas, que sigue custodiando una decena de árboles frondosos, fue el epicentro del sistema que aterrorizó al pueblo albanés hasta el último día de la dictadura. A la sombra de sus plantas trepadoras, la Drejtoria e Sigurimit të Shtetit –la Seguridad del Estado, mejor conocida como Sigurimi– cobijaba a los agentes secretos encargados de las escuchas y del control del correo.
“Cuando pasábamos cerca, cambiábamos de acera casi sin darnos cuenta”, recuerda la ministra de Cultura, Mirela Kumbaro. Esta profesora universitaria de 49 años es ahora la responsable política de la transformación del edificio en un
museo de las escuchas, que el Gobierno, presidido por el socialista Edi Rama, prevé inaugurar el próximo año, y en el que se invertirá un millón de euros. “A través de la Casa de las Hojas ofreceremos una lectura de un trozo de nuestra historia para educar a las nuevas generaciones”, afirma, sentada en el sofá de su despacho. “Cuando la inspeccionamos por primera vez, nos encontramos con toda la parafernalia de aparatos para las escuchas que se habían acumulado durante cuatro décadas”. La reforma empezó a principios de año y lo primero que se sustituyó fue el techo, que amenazaba derrumbarse, después de que los servicios secretos que durante la transición democrática tomaron el relevo del Sigurimi abandonaran definitivamente la casa en 2003, dejando que se pudriera junto con la memoria de lo que allí había pasado.
Klinikë, reza una inscripción en el suelo de la entrada, que lleva también la fecha de construcción en números romanos: 1931. En origen, este palacete fue una clínica obstétrica. Se dice que aquí nació el hijo del rey Zog el 5 de abril de 1939, justo dos días antes de la invasión de las tropas italianas. La familia real se exilió entonces en Grecia, la clínica fue cerrada y en su lugar se instaló la sede de la policía fascista, relevada por la Gestapo en 1943, tras la llegada de los nazis. Con la liberación de Albania, los comunistas la entregaron al Sigurimi, que la utilizó inicialmente para los interrogatorios y las torturas de los que se oponían al establecimiento del nuevo régimen. Fue a partir de 1955 cuando la Casa de las Hojas asumió la función que desempeñó durante los 36 años siguientes.
La policía secreta debía garantizar al régimen la continuidad en el poder del Partido del Trabajo, como se llamaba el partido comunista albanés. A lo largo de más de 40 años, unos 120.000 colaboradores formaron parte de ese servicio. En cada uno de los 26 distritos en los que estaba dividida Albania, el Sigurimi tenía una sede y un número desconocido de pisos encubiertos.“Me llamaron solo porque era el mejor en mi trabajo”, asegura Vako, erguido en el jardín de la Casa de las Hojas. “Cuando empecé había un aparato con el que se podían escuchar 10 líneas telefónicas a la vez. Llevaba todavía la esvástica”, recuerda este hombre de 71 años, alto, de pelo cano y aspecto distinguido, que entró en servicio como técnico para arreglar y sustituir los aparatos utilizados por los espías. Enseguida fue nombrado jefe de la sección técnica operativa, cargo del que fue relevado en 1992, tras la desaparición del antiguo organismo de espionaje. Una parte importante del trabajo, relata, la ejecutaban los agentes que operaban fuera de la casa. Cuando llegaba una información sensible sobre un individuo, la maquinaria arrancaba y el sospechoso quedabanën përpunim, literalmente “bajo procesamiento”. “Tres empleados se encargaban de controlar la correspondencia de los sospechosos de actividades delictivas”, asevera Vako.
Era comunista y lo soy todavía. Aquel sistema era mejor
Nesti Vako, Exagente del Sigurimi
Al fondo de un pasillo, una puerta, que ahora está cerrada con llave, daba acceso a la “sala del control telefónico”. La oficina de correos y telefónica –hoy subsiste solo la primera– se encontraba a menos de 100 metros de la Casa de las Hojas, así que bastó con derivar unos cuantos cables, todavía visibles en algunos locales del edificio. Dentro, en apenas 60 metros cuadrados, se guardan algunos de los objetos que se expondrán en el museo. Son los artilugios de los espías.
Como el dinero no entiende ni de enemigos ni de guerras, por muy frías que sean, el Estado albanés dotó la Casa de las Hojas de una tecnología de vanguardia. “Estas cámaras Canon se utilizaban para fotografiar los encuentros que los sospechosos tenían con otras personas. Y este es un micrófono de los que se ponen en las paredes”, dice Vako, mientras sujeta un pequeño tubo, de unos dos o tres centímetros de largo por unos tres milímetros de diámetro. En otra planta se aprecian los enchufes de las clavijas que servían para escuchar conversaciones en los hoteles. Tres pegatinas los agrupan: 60 para el hotel Dajti, 30 para el Arberija y otros 30 para el Tirana. Ni los pocos extranjeros que conseguían el permiso de entrar en el país, ni las embajadas o las residencias de los diplomáticos se libraban de ser espiados.
Vako ha navegado por la historia albanesa en todas las épocas. Durante la democracia, volvió a ser contratado por los servicios secretos, esta vez como jefe responsable de la Casa de las Hojas. Se jubiló en 2006. “Era comunista y lo soy todavía, aquel sistema era mejor. Si hablabas mal del régimen, ibas a la cárcel, pero lo sabías de antemano”. “Yo soy tan culpable como tu hijo, que está jugando aquí fuera y no sabe lo que su padre está haciendo”, le espetó Simon Mirakaj a su verdugo mientras le llovían los golpes. Sucedió el 5 de enero de 1974, en un hotel de la pequeña ciudad de Lushnjë, en la habitación que el Sigurimi usaba para los interrogatorios. El jefe de la policía secreta local quería que Mirakaj, de apenas 19 años, condenado a trabajos forzados, delatara a sus compañeros del campo de internamiento de Saver, un minúsculo pueblo cercano. Intentaron engatusarle: “Eres joven, guapo y nos han dicho que eres también inteligente y que juegas muy bien al fútbol”. Luego, le insinuaron: “Podrías irte a Tirana y jugar con el Dinamo, el equipo del Ministerio del Interior, pero antes tienes que decirnos lo que te cuentan tus amigos”. Como Mirakaj no habló, lo devolvieron al campo donde, según las amenazas, pasaría el resto de su vida.
Cuando pasábamos cerca de la sede de los servicios secretos, cambiábamos de acera
Mirela Kumbaro
Ministra de Cultura
Ahora, sentado en el sillón polvoriento de su despacho y rodeado de retratos en blanco y negro de víctimas del régimen, Mirakaj muestra el papel que encontró en el Ministerio del Interior muchos años después y en el que sus torturadores escribieron que el condenado no había colaborado. Su despacho, sede de la Asociación Anticomunista de Perseguidos, se ubica en un local de apenas 20 metros cuadrados en el palacio que acogió al Comité Central del Partido del Trabajo. Mirakaj, presidente de la asociación, suspira mientras recuerda la razón por la que entró con su madre, su hermana y otro hermano en el campo de concentración de Berat (sur de Albania), con solo dos semanas de vida: “Mi padre, Pal Bibë Mirakaj, luchó con los grupos anticomunistas. En 1951 huyó a Yugoslavia, de allí a Italia y finalmente, en 1960, a Estados Unidos. Y mi culpa fue haber nacido”.
Mala biografía. Bajo esa fórmula se justificaba el confinamiento de decenas de miles de personas. Ocurría lo mismo si eras comunista y manifestabas un atisbo de crítica. Hasta tararear una canción extranjera se podía considerar delito. Mirakaj salió del campo en julio de 1989, mientras el viento de la perestroikasoplaba sobre los países del Este. “Vino un alto funcionario de Interior y nos dijo: ‘Habéis cambiado, ahora sois libres”. Pasado un tiempo en el pueblo cerca de Shkodër (norte de Albania), de donde es oriundo, Mirakaj subió a un tren, algo que no había podido hacer nunca y, cuando llegó a Durrës (la segunda ciudad del país, unos 100 kilómetros más al sur), tomó un autobús hacia la playa. “Vi el mar por primera vez en mi vida. Entré en el agua con los pantalones puestos”. Ese mar, el Adriático, es el mismo que surcó, en marzo de 1991, junto con miles de albaneses que, desesperados por una situación económica catastrófica, asaltaron los barcos que estaban en los puertos y los obligaron a zarpar, rumbo a Italia. “Se trataba de un país libre y, para nosotros, eso era un sueño”.
Mirakaj, que ahora tiene 60 años, volvió a Albania en 1992, donde se casó tres años después con la hija de un excomunista, un profesor que tuvo la desgracia de querer estudiar a un autor prohibido por el régimen y que por esta razón fue enviado a prisión y luego a un campo. Tres años después nació su hijo y, un año más tarde, se licenció en Derecho. Durante la dictadura fueron ejecutadas más de 5.500 personas; en prisión fallecieron cerca de un millar de condenados; 273 personas fueron obligadas a seguir un tratamiento psiquiátrico; alrededor de 15.000 ciudadanos sufrieron penas de cárcel por razones políticas y más de 21.000 fueron internados en campos de concentración o condenados a trabajos forzados. En total, este sistema delirante persiguió a 43.000 personas, según datos oficiales del Estado albanés, que recoge el instituto para la reinserción de los experseguidos políticos, aunque otros cálculos elevan esta cifra a 65.000.
A primera hora de la mañana el sol no ha llegado todavía a la terraza de una librería en el centro de Barcelona. “Si solo castigas a un individuo, este podría asumir el riesgo. Pero, si golpeas a toda su familia, la cosa es distinta. Así es como se aplicaba el terror en Albania”.
Bashkim Shehuenciende un cigarrillo tras otro. Ningún albanés podía esquivar la represión, nadie podía considerarse verdaderamente a salvo. Él lo sabe de sobra. Cuando, en otoño de 1981, Hoxha abrió una causa ante el comité central del partido contra su padre –primer ministro desde 1954, ideólogo tan autoritario y feroz como el mismo dictador, y
número dos del régimen–, lo hizo por una razón en apariencia banal: Mehmet Shehu había permitido el noviazgo entre su hijo Skënder y Silva Turdiu, una chica en cuya familia hubo opositores al régimen. Antes de golpear al que había sido su colaborador más fiel, el dictador participó en los festejos que realizaron los Shehu para celebrar el compromiso. Así les hizo creer que había dado el visto bueno a la relación. Cualquier acto, sobre todo los de las familias de los altos cargos del partido, debía recibir legitimidad de Hoxha.
El 17 de diciembre de ese mismo año, el comité central requirió a Mehmet Shehu para que repitiera su “autocrítica comunista” por desvío de la línea del partido al autorizar ese noviazgo. En su lugar, el primer ministro escribió una carta al “camarada Enver” en la que acusaba a otros miembros del partido y confiaba al dictador el cuidado de su mujer y de sus tres hijos. Después
cogió su pistola y se suicidó, según la versión oficial. Su caso sembró el pánico en Albania e incluso fue novelado por
Ismail Kadaré en
El sucesor.Tras el suicidio, su familia fue declarada peligrosa y encarcelada, excepto su hermano, Vladímir, que se quitó la vida antes, víctima de la situación. Bashkim Shehu tenía 26 años. “Recuerdo los interrogatorios. Los recuerdo, pero no quiero hablar de ellos”, dice. Duraron tres meses y el objetivo era saber qué habían hecho su padre, su madre, sus hermanos, cuáles eran sus ideas, sus opiniones. “Querían que me delatara a mí mismo y luego a los demás. Y hasta cierto punto lo consiguieron. Hasta cierto punto”.
Shehu fue liberado en marzo de 1991, dos semanas antes de las primeras elecciones multipartidistas, volvió a Tirana, estudió en Hungría y posteriormente llegó a España con una beca del Parlamento Internacional de Escritores y aquí se quedó. Shehu relató en
L’automne de la peur (El otoño del miedo), lo que recordaba de los tres meses que habían mediado entre el noviazgo de Skënder y el suicidio de su padre. Hace aproximadamente un año, el primer ministro,
Edi Rama, contactó con él para encomendarle las investigaciones históricas para el futuro museo de las escuchas. Shehu, que conoce al político desde los tiempos en los que este militaba en el movimiento estudiantil de la transición, aceptó ser el comisario de la Casa de las Hojas.
“Nuestros sufrimientos se han convertido en una especie de cuento para niños”, aseguró con amargura Musa Maçi en su casa en Surrel, un pueblo a 10 kilómetros de Tirana. Este hombre, de 80 años y barriga prominente, acompañaba sus palabras con cigarrillos, fruta recién cortada y rakí, el orujo típico. Como muchos
albaneses, Maçi se mostraba más preocupado por el presente del
país de las águilas que por su propio pasado. Su padre, Halil, fue un alto cargo del grupo nacionalista Balli Kombëtar. Cuando, en 1943, los comunistas renegaron del acuerdo que habían firmado con los nacionalistas para luchar juntos contra los nazis, los hombres de Hoxha persiguieron a los de Balli Kombëtar. El padre de Maçi acabó sus días en el exilio, como muchos miembros del grupo, incluido su líder, Midhat Frashëri. “Por ser hijo de Halil, con 18 años me metieron con mi madre y mis dos hermanos en el campo de Tepelenë, luego en el de Kuç. Estuve preso 23 años”.
Pese a que no podía mantenerse en pie durante mucho tiempo, Maçi no parecía haber perdido la fuerza interior. “Los crímenes no los perpetró el comunismo, sino los comunistas. Albania necesitadecomunistizar su sociedad”. Hace unos meses, el Parlamento aprobó una ley que permitirá a los ciudadanos consultar su expediente elaborado por el Sigurimi, pero el aparato administrativo que se precisa para ello aún no se ha puesto en marcha. Y aunque el interesado descubra los nombres del agente que abrió su fichero y los delatores y colaboradores de la policía secreta involucrados, la ley no prevé que se les persiga ni expulse de la Administración pública. La iniciativa, además, llega tarde, cuando los papeles más comprometedores podrían haber desaparecido. “No puedo probarlo, pero creo que estos ficheros no son todos auténticos, porque los políticos que impidieron que se abrieran tenían acceso a ellos”, asegura la propia ministra de Cultura.
Muchos en Albania ponen en duda que el conjunto de iniciativas culturales del que forma parte la Casa de las Hojas sirva para conseguir un verdadero cambio y desconfían de su principal impulsor, el también exprofesor de la Academia de Bellas Artes y antiguo alcalde de Tirana Edi Rama. Entre tanto, la sociedad lidia como puede con el pasado. El Gobierno acaba de desbloquear una partida presupuestaria para la reparación económica que el Estado albanés sigue debiendo a los experseguidos políticos, 25 años después del fin de la dictadura. La ley dispone que se les compense, según la cantidad de días que estuvieron presos, un monto dividido en ocho tramos anuales. Sin embargo, las distintas Administraciones que se han sucedido hasta ahora han invocado la penuria de las arcas públicas para justificar el retraso en el pago. Y lentamente la voz de las víctimas del régimen se apaga, como la de Musa Maçi, que nunca cobrará los últimos tramos de la reparación a la que tenía derecho. Falleció en julio, víctima de un infarto mientras nadaba en el mar cerca de Vlorë.